Desde que era un bebé, mis padres iban a Sierra de la Ventana en verano. Sierra, como le decimos los de toda la vida, es una villa metida entre las montañas más antiguas del planeta, en un valle lleno de bosques, arroyos y campos cultivados, cerca de mi ciudad natal; y allí, en una esquina frente a la estación de trenes estilo inglés, como todas las viejas estaciones de ferrocarril de Argentina, está el Hotel Golf, un edificio de piedra gris de dos plantas que parece sacado de una postal del Tirol. Los dueños eran Alfredo y Eliza Schopper, un alemán enorme de risa fácil, voz estentórea y gran tomador de cerveza, y ella una suiza bajita, regordeta, de carácter fuerte, que cocinaba como los dioses y vivía regañando a Alfredo por la cantidad de cerveza que tomaba.
Al atardecer, cuando volvíamos del río, nos bañábamos en unas tinas enormes de porcelana blanca con patas de bronce en forma de garra de león, y nos vestíamos para ir a tomar el vemouth. Entonces los mayores se sentaban en el salón o en las mesas que don Alfredo ponía en la vereda a tomar un aperitivo o una cerveza con maníes, papas fritas, queso cortado en daditos y aceitunas verdes. A nosotras (a esta altura de mis recuerdos ya contaba con la compañía de mi prima Sandra, dos años menor que yo, con quien compartía veranos y a quien arrastraba en mis andanzas) don Alfredo y su hermano Franz, nos sentaban en los taburetes del bar y nos plantaban delante sendos platos de maníes y una Bidú Cola bien fría con las consiguientes protestas de mi madre y mi tía que decían que luego no íbamos a cenar. ¡Qué va! Ni locas nos hubiéramos perdido una de las deliciosas comidas de Eliza aunque reventáramos.
Los días eran tan largos que a la noche caía rendida, y me encantaba meterme entre esas sábanas de hilo con olor a limpio. Pero hacia la madrugada siempre me despertaba el pitar de los trenes, entonces, sin hacer ruido, me levantaba a espiarlos desde la ventana de la habitación y eran como un fascinante monstruo bonachón y ruidoso. Primero fueron las máquinas a vapor, negras, enormes, que echaban densas columnas de humo blanco, luego, el progreso puso sobre las vías la primera locomotora diesel, amarilla con rayas anaranjadas, a la que, supongo que por la impresión que me causó, apodé “
Ahora el hotel está cerrado y abandonado, algún hijo de mala madre envenenó a Blitz y a Wolff, Eliza y Alfredo murieron hace años y cada vez pasan menos trenes. Mucha gente va a Sierra de
Mi querida tanshumante, hermana de mi hermana (aquella que de sangre no lo es), poeta de otras tierras... encontrarte acá es un placer. Sierra siempre será Sierra: eso también nos hermana. No sé, simplemente me he quedado pensando en lo que dije en mi Blog, aquello de que la vida es lo que contamos de ella y que suena muy lindo cuando lo hacemos. Me gustan tus recuerdos, me gusta la vida que te has edificado, la fortuna tuya que ahora yo también tengo de poder tener tiempo de escribir. No sé si vale para otros, pero vale hacerlo.
ResponderEliminarNo sabés cuánto agradezco algunos pasajes de tu biografía en tiempo presente, porque Sierra, para mí al menos, es un presente histórico, pletórico de Maris Altamirano, Horacios, Bochas, Nenés y cuantos personajes la habitarán por siempre y la han hecho eso que recordaremos como un sueño que la memoria elige.
Te quiero, sí señora. Te quiero y mucho!
Gracias, Paula, porque el sentimiento es mutuo y porque todos ustedes son también mi familia, con permiso de mi hermana.
ResponderEliminar¡Que belleza, Annie!
ResponderEliminarGracias por compartir estos hermosos recuerdos con todos nosotros.
Un beso.
S.