sábado, septiembre 10, 2016

Pére Lachaise




Se agolpan en la entrada
escrutando sus mapas desplegados,                                            
caminan por avenidas empedradas
y callejas ruinosas en ordenado silencio,
quizás un tímido murmullo
de sorpresa o admiración
y la obligada foto.




Chopin, Moliére, Colette.
Crisantemos para Jim,
azucenas para Oscar,
rosas rojas para Piaf,
se suman a las que se deshacen
cada día, todos los días.
Nadie extraña a una flor muerta.

El genio se hizo polvo
bajo mármoles lustrosos,
nombres de bronce,  muertos 
ilustres confinados
por volúmenes geométricos,
custodiados por dioses ciegos.

Detrás de puertas cerradas
con candados oxidados,
de cristales rotos
o ennegrecidos,
se compacta la ceniza
del incienso, la cera pardusca
de velas desaparecidas
y algunos pétalos en tiestos vacíos.

Las hojas de los cipreses
se amontonan en las urnas,
al pie de los sepulcros,
sobre lápidas donde el musgo
es lo único vivo,
estrellas apagadas
que comparten destino,
carcomidas inscripciones,
piedra ensimismada
a la que nadie recita un poema.

Aquí yace NN.
Muertos anónimos,
no tienen quien los olvide.

Tañe la campana.
La claridad se extravía
bajo la llovizna de noviembre,
corren hilos de agua
sobre alguna losa rota,
los senderos parecen disolverse.

Cumplido el ritual,
los visitantes apuran el paso,
dejan atrás la naciente oscuridad,
la evidencia del futuro,
y regresan al mundo de los vivos. 


© Annie Altamirano
Poema inspirado en la foto de © Natividad Gómez Bautista

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