Era de noche, aunque siempre lo es en la
oscuridad del alma. No hacía demasiado frío, si bien el clima en Buenos Aires
en septiembre puede llegar a ser severo. El día anterior había llovido y las
calles aún conservaban la humedad de las gotas a destiempo. Alejandra Pizarnik
(1936-1972) llevaba unas horas recostada sobre su cama, fumando un cigarrillo
tras otro. De pronto, se levantó, se atusó el pelo, apelmazado por la modorra,
apagó la última colilla en el cenicero de su mesilla y caminó, pausadamente,
hacia su cuarto de trabajo en el departamento que tenía en Buenos Aires, en el
edificio de Montevideo 980. Una vez allí, cogió una tiza y escribió unos versos
en el pizarrón que presidía la estancia: «No quiero ir nada más que hasta el
fondo».
Fue el último rastro que la poeta dejó, y así
lo encontraron apenas una semana después. En la madrugada del 25 de septiembre
de 1972, Pizarnik ingirió una sobredosis letal de Seconal sódico y falleció.
Toda la poesía de Pizarnik gira alrededor de
dos polos magnéticos: su infancia en Buenos Aires, la ciudad que la vio nacer y
que escogió para morir, y su fascinación por la muerte.
Ella decía de su poesía en 1964: «Una
escritura densa hasta lo intolerable, hasta la asfixia, pero hecha nada más que
de vínculos sutiles que permiten la coexistencia inocente, sobre un mismo
plano, del sujeto y el objeto, así como la supresión de las fronteras
habituales que separan a yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos».
Hija del viento
Han venido.
Invaden la sangre.
Huelen a plumas,
a carencias,
a llanto.
Pero tú alimentas al miedo
y a la soledad
como a dos animales pequeños
perdidos en el desierto.
Han venido
a incendiar la edad del sueño.
Un adiós es tu vida.
Pero tú te abrazas
como la serpiente loca de movimiento
que sólo se halla a sí misma
porque no hay nadie.
Tú lloras debajo del llanto,
tú abres el cofre de tus deseos
y eres más rica que la noche.
Pero hace tanta soledad
que las palabras se suicidan.
SALVACIÓN
Se fuga la isla
Y la muchacha vuelve a escalar el viento
Ahora
es el fuego sometido
Ahora
es la carne
la hoja
la piedra
perdidos en la fuente del tormento
como el navegante en el horror de la
civilación
que purifica la caída de la noche
Ahora
la muchacha halla la máscara del infinito
y rompe el muro de la poesía.
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