Letanía del ciego
que ve
Que este celeste
pan del firmamento
me alimente hasta
el último suspiro.
Que estos campos
tan fieros y tan puros
me sean buenos,
cada día más buenos.
Que si en tiempo
de estío se me encienden las manos
con cardos, con
ortigas, que al llegar el invierno
los sienta como
escarcha en mi tejado.
Que cuando me
parezca que he caído,
porque me han
derribado,
sólo esté
arrodillándome en mi centro.
Que si alguien me
golpea muy fuerte
sólo sienta la
brisa del pinar, el murmullo
de la fuente
serena.
Que si la vida es
un acabar,
cual veleta,
chirriando en lo más alto,
allá arriba me
calme para siempre,
se disuelva mi
hierro en el azul.
Que si alguien,
de repente, vino para arrancarme
cuanto sembré y
planté llorando por las nubes,
me torne en nube
yo, me torne en planta,
que sean aún
semillas mis dos ojos
en los ojos sin
lágrimas del perro.
Que si hay
enfermedad sirva para curarme,
sea sólo el
inicio de mi renacimiento.
Que si beso y
parece que el labio sabe a muerte,
amor venza a la
muerte en ese beso.
Que si rindo mi
mente y detengo mis pasos,
que si cierro la
boca para decirte todo,
y dejo de rozar
tu sangre ya sembrada,
que si cierro los
ojos y venzo sin luchar
(victoria en la
que nada soy ni obtengo),
te tenga a ti,
silencio de la cumbre,
o a ese sol
abatido que es la nieve,
donde la nada es
todo.
Que respirar en
paz la música no oída
sea mi último
deseo, pues sabed
que, para quien
respira
en paz, ya todo
el mundo
está dentro de él
y en él respira.
Que si insiste la
muerte,
que si avanza la
edad, y todo y todos
a mi alrededor
parecen ir marchándose deprisa,
me venza el mundo
al fin en esa luz
que restalla.
Y su fuego
me vaya
deshaciendo como llama
de vela:
despacio, muy despacio,
como giran arriba
extasiados los planetas.