José Manuel Caballero Bonald, nacido en Jerez de la Frontera en 1926, es uno de los miembros más destacados de la llamada Generación del 50, junto a otros renombrados poetas como José Hierro, Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma o Carmen Martín Gaite. Escritor, poeta y ensayista, Caballero Bonald obtuvo reconocimiento general como novelista con Ágata ojo de gato, una alegoría del paraje de Doñana, que considera su universo literario original.
Diario de Argónida -heterónimo con el que se refiere al parque nacional onubense-, Manuel de infractores o Somos el tiempo que nos queda son obras en verso donde desarrolla su muy cuidado léxico de influencias barrocas. Como poeta ha manifestado sentirse tributario de Góngora, Juan Ramón Jiménez y Garcilaso.
Dice Caballero Bonald:
La poesía es un arte minoritario y su complejidad a veces puede ahuyentar a los lectores. Estoy hablando de la poesía reflexiva, que ahonda en la realidad en busca de nuevas explicaciones del mundo. Como yo pienso que la poesía es un hecho lingüístico, un acto del lenguaje, la poesía que más aprecio es aquella en que las propias palabras me están abriendo el camino para acceder a una nueva realidad. Esa es la poesía que más me conmueve y que considero de mayor eficacia estética.
Lo que se entiende por métrica o los formalismos poéticos no tienen nada que ver con la aparición de la poesía. Todo poema que se precie es una mezcla de música y matemáticas, la música equivale a la melodía, al ritmo del poema, y las matemáticas al rigor, a la disciplina de su estructura. Eso es lo que importa en poesía. Lo demás son juegos florales.
El poema no se acaba nunca de escribir. Uno siempre estaría corrigiendo, sustituyendo un adjetivo, haciéndose más perfectible la expresión y eso es un trabajo interminable, Suele decirse que el poema se termina de corregir cuando ya está publicado. Podría estar con el mismo media vida.
Se empieza a ser escritor porque primero se ha sido lector. Yo no habría empezado a escribir si no hubiese leído a poetas que me conmovieron. A partir de estas lecturas memorables, uno empieza a querer emular a esos escritores.
Barcos
He navegado en
barcos
desiguales
–dóciles,
neutros,
belicosos-
tratando de
llegar
lo antes posible
a ningún sitio
o acaso
rezagándome en las últimas
demarcaciones de
la soledad.
Algunos de esos
barcos eran míos,
otros pertenecían
a los prolijos puertos
de la
imaginación.
Dignificados
por la
literatura, he ido amándolos
como si fueran
cuerpos,
como si fueran
árboles,
como si fueran
músicas.
Ahora ya
permanecen inertes, abolidos,
pudriéndose en
los varaderos
de no sé qué
recodo
de la
postergación,
surcando a la
deriva
las aguas
insurrectas del recuerdo.
A lo lejos los
mástiles
sugieren cotas de
felicidad,
indistintos
trasuntos de aventuras
que viví
ansiosamente
cuando yo menos
las necesitaba
y que se han ido
disipando
igual que
cicatrices en la cara del mar.
en Manual de infractores
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