Hay andenes que
cuentan historias ajenas cuyo principio y final nunca sabré.
Abrazos
apasionados en el estribo, miradas húmedas en las ventanillas, la maleta de la
soledad a cuestas.
Camino por el
andén lejano de otra estación, paredes blancas, flores rojas en la cerca, bancos
de madera y hierro que sobrevivieron al tiempo.
La niña mira hacia
la curva del puente. Espera la locomotora que imagina como dragón de cuento.
La jovencita
intenta descubrir al que espera entre las caras que asoman ansiosas por bajar.
La madre cuenta a
sus niños historias de trenes que pasan veloces en las madrugadas silenciosas
mientras ellos duermen, historias de una niña que espía a los trenes entre las
rendijas de una ventana.
La estación está
desierta, muda, casi huérfana.
Atardece.
Las flores siguen
allí pero ya son otras.
Llega el olor de
los pinos y el grito de los benteveos.
La señal está
baja. Un tren está por llegar.
Estoy sentada en
un banco, sola.
Llega el tren.
Meto los
recuerdos en la maleta.
Tomo a la
melancolía de la mano.
Miro a la
estación por última vez y me subo al vagón.
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