En uno de sus extraordinarios ensayos, Juan Goytisolo afirma
que la renovación de la literatura en lengua española en el siglo XX provino de
dos hechos fundamentales que no se dieron en España sino en América Latina: la
relectura que Jorge Luis Borges hizo de la obra de Cervantes, y la que José
Lezama Lima hizo de Góngora.
¿Cuál fue la gran revolución de Borges? William Ospina
asegura que la cultura en la que vivimos hoy no sería concebible sin él, pues
de algún modo “trajo a América Latina todas las cosas del mundo”. Dicho de otro
modo, la obra de Borges familiarizó a sus lectores con contenidos que provenían
de culturas lejanas, en la geografía y en la Historia, sin necesidad de que
todo eso pasara antes por España o cualquier otro de los centros de los que
América Latina era subsidiaria.
Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de
1899 y murió en Ginebra, Suiza, el 16 de junio de 1986. Reconocido con el
Premio Cervantes, el más importante de las letras españolas, en 1979, Borges
escribió prosa, poesía y ensayos. Estudió en Ginebra e Inglaterra. Vivió un
breve periodo en España antes de regresar a Argentina en 1921, donde firmó el
primer manifiesto ultraísta.
Fundó la revista literaria Prisa y Prosa y publicó el libro
de poemas Fervor de Buenos Aires
(1923), así como Historia universal de la
infamia (1935), una serie de relatos breves basados en historias reales,
pero tergiversadas, con el toque propio del autor. “Son el irresponsable juego
de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y
tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias”, dijo de
ellas el genio argentino que alcanzó sus mayores cotas de maestría con los
relatos breves. Pese a ello, tampoco descuidó la poesía. Entre otros, publicó
los libros de poemas El otro, El mismo,
Elogio de la sombra, El oro de los tigres, La rosa profunda o La moneda de hierro.
Borges, quien escribió que “siempre he pensado que el
paraíso sería algún tipo de biblioteca”, fue bibliotecario en Buenos Aires de
1937 a 1945, profesor de Literatura en la Universidad de Buenos Aires,
presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, miembro de la Real Academia
Argentina de las Letras y director de la Biblioteca Nacional de Argentina desde
1955 hasta 1974.
El escritor argentino es recordado, sobre todo, por sus
relatos memorables. Narraciones donde aparecen personajes misteriosos con
intereses difíciles de descifrar, objetos mágicos, con cualidades peculiares,
de los que se sirve para jugar con el tiempo, el espacio y otros conceptos que
él malea a su antojo para fascinación del lector. Como El Aleph, “uno de los puntos del espacio que contiene todos los
puntos” o El Libro de Arena, una obra
con páginas infinitas. De repente, nada es lo que parece. Todo cambia. No hay
normas en estos relatos. Ni fronteras. Todo es posible.
Uno de los relatos más fascinantes de Borges es Pierre Menard, autor del Quijote, donde
un escritor se propone escribir la obra de Cervantes. “No quería componer otro
Quijote -lo cual es fácil-, sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca
una transcripción mecánica del original, no se proponía copiarlo”. La
literatura tiene mucha presencia en sus obras. También la religión, que es otro
de los temas recurrentes de sus relatos. Como en La secta de los treinta, que el propio Borges define como “una
herejía imposible”, en la que se venera por igual a Cristo y a Judas, quien
según la tradición cristina vendió a aquel por 30 monedas.
El Hacedor
Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede
ensangrentar los mares, la secreta
labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira
en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos,
ecos, resaca, arena, liquen, sueños.
Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.
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