"En
el transcurso de los años treinta, estuvimos escuchando juntos (Michel Leiris y
yo) en la sala Pleyel un concierto en el que se interpretaba el Arte de la
Fuga. Me acuerdo que lo seguimos muy apasionadamente y que, al salir, nos
dijimos que sería muy interesante hacer algo de ese tipo en el plano literario
(considerando la obra de Bach, no desde el ángulo del contrapunto y fuga, sino
como construcción de una obra por medio de variaciones que proliferaran hasta
el infinito en torno a un tema bastante nimio".
En
efecto, fue acordándome de Bach muy conscientemente como escribí Ejercicios
de Estilo, y muy en especial de esa sesión de la sala Pleyel; pero, ¿era, seguro,
antes de la guerra? En cualquier caso, fue mayo del 42 cuando compuse los doce
primeros (que, además, han quedado como los doce primeros del libro); pensaba
limitarme a eso y titulé este modesto intento Dodecaedro, porque, como es
sabido, ese bello poliedro tiene doce caras. El director de una revista muy
distinguida que aparecía entonces en zona llamada libre mayo del 42 y que me
había pedido un «texto», me devolvió el Dodecaedro con aire
consternado, incluso diría con tristeza, como si hubiese querido jugarle una
mala pasada.
Aquello
no me impidió continuar; en agosto del 42, en noviembre del 42, en julio del
44, una docena más se añadió a Dodecaedro. En febrero de 1945, La
Terre n'est pas une vallée de larmes, publicación surrealista y belga dirigida
por Marcel Mariën, publicó nueve de ellos con el título Ejercicios de
Estilo; una nota decía: «El autor piensa, de este modo, "tratar el mismo
asunto". -un incidente real, por lo demás, y trivial- de un centenar
de maneras diferentes. Seguramente esos cien capítulos idénticos en cuanto al
tema no dejarán de provocar, leídos en hilera (sic), algún efecto en el
lector.» Esta nota la había redactado yo, por supuesto.
En
el transcurso de 1945, escribí otros dieciocho que aparecieron en diciembre del
mismo año en Fontaine. En resumidas cuentas, en tres años, había redactado
menos de cincuenta; todo el resto fue liquidado durante el verano de 1946 en
Isle-sur-Sorgue. Me detuve en los noventa y nueve, juzgando satisfactoria la
cantidad; ni tanto ni tan calvo: el ideal griego, vaya."
Raymond
Queneau, 1963
Notaciones
En
el S, a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de
fieltro con cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen
estirado. La gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le
reprocha que lo empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de
duro. Al ver un sitio libre, se precipita sobre él.
Dos horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación
de Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: "Deberías hacerte
poner un botón más en el abrigo." Le indica dónde (en el escote) y por
qué.
Relato
Una
mañana a mediodía, junto al parque Monceau, en la plataforma trasera de un
autobús casi completo de la línea S (en la actualidad el 84), observé a un
personaje con el cuello bastante largo que llevaba un sombrero de fieltro
rodeado de un cordón trenzado en lugar de cinta. Este individuo interpeló, de
golpe y porrazo, a su vecino, pretendiendo que le pisoteaba adrede cada vez que
subían o bajaban viajeros. Pero abandonó rápidamente la discusión para lanzarse
sobre un sitio que había quedado libre.
Dos horas más tarde, volví a verlo delante de la estación de Saint-Lazare,
conversando con un amigo que le aconsejaba disminuir el escote del abrigo
haciéndose subir el botón superior por algún sastre competente.
Vacilaciones
No
sé muy bien dónde ocurría aquello... ¿en una iglesia, en un cubo de la basura,
en un osario? ¿Quizás en un autobús? Había allí... pero, ¿qué había allí?
¿Huevos, alfombras, rábanos? ¿Esqueletos? Sí, pero con su carne aún alrededor,
y vivos. Sí, me parece que era eso. Gente en un autobús. Pero había uno (¿o
dos?) que se hacía notar, no sé muy bien por qué. ¿Por su megalomanía? ¿Por su
adiposidad? ¿Por su melancolía? No, mejor... más exactamente... por su
juventud, adornada con un largo... ¿narigón? ¿mentón? ¿pulgar? No: cuello; y
por un sombrero extraño, extraño, extraño. Se puso a pelear -sí, eso es-, sin
duda con otro viajero (¿hombre o mujer?, ¿niño o viejo?) Luego eso se acabó,
concluyó acabándose de alguna forma, probablemente con la huida de uno de los
dos adversarios.
Estoy casi seguro de que es ese mismo personaje el que me volví a encontrar,
pero ¿dónde? ¿Delante de una iglesia? ¿delante de un osario? ¿delante de un
cubo de la basura? Con un compañero que debía de estar hablándole de alguna
cosa, pero ¿de qué? ¿de qué? ¿de qué?
Retrógrado
Te
deberías añadir un botón en el abrigo, le dice su amigo. Me lo encontré en
medio de la plaza de Roma, después de haberlo dejado cundo se precipitaba con
avidez sobre un asiento. Acababa de protestar por el empujón de otro viajero
que, según él, le atropellaba cada vez que bajaba alguien. Este descarnado
joven era portador de un sombrero ridículo. Eso ocurrió en la plataforma de un
S completo aquel mediodía.
Punto de vista subjetivo
No
estaba descontento con mi vestimenta, precisamente hoy. Estrenaba un sombrero
nuevo, bastante chulo, y un abrigo que me parecía pero que muy bien. Me
encuentro a X delante de la estación de Saint-Lazare, el cual intenta aguarme
la fiesta tratando de demostrarme que el abrigo es muy escotado y que debería
añadirle un botón más. Aunque, menos mal que no se ha atrevido a meterse con mi
gorro.
Poco antes, había reñido de lo lindo a una especie de patán que me empujaba
adrede como un bruto cada vez que el personal pasaba, al bajar o al subir. Eso
ocurría en uno de esos inmundos autobuses que se llenan de populacho
precisamente a las horas en que debo dignarme a utilizarlos.
Otro punto de vista subjetivo
Había
hoy en el autobús, a mi lado, en la plataforma, uno de esos mocosos de los que
no abundan afortunadamente porque si no, acabaría por matar a uno. Aquél, un
muchacho de unos veintiséis o treinta años, me irritaba especialmente, no tanto
a causa de su largo cuello de pavo desplumado como por la clase de cinta de su
sombrero, cinta reducida a una especie de cordón de color morado. ¡Jo!, ¡el
cabrón! ¡Cómo me cargaba! Como a esa hora había mucha gente en nuestro la
autobús, aprovechaba los empujones de costumbre a las subidas o bajadas para
hincarle el codo en las costillas. Acabó por largarse cobardemente antes de que
o me decidiera a pisotearle un poco los pinreles para jorobarlo. También le
hubiera dicho, para fastidiarlo, que a su abrigo demasiado escotado le faltaba
un botón.
Propaganda
editorial
En
su nueva novela, tratada con el talento que le caracteriza, el célebre
novelista X, a quien debemos ya tantas obras maestras, se ha esmerado en
presentar únicamente personajes muy matizados que se mueven en una atmósfera
comprensible para todos, grandes y chicos. La intriga gira, pues, en torno al
encuentro en un autobús del héroe de esta historia con un personaje bastante
enigmático que se pelea con el primero que llega. En el episodio final, se ve a
ese misterioso individuo escuchando con la mayor atención los consejos de un
amigo, modelo de elegancia. El conjunto produce una sensación encantadora que
el novelista X ha cincelado con notable fortuna.
Ignorancia
Yo,
no sé qué quieren de mí. Pues sí, he cogido el S hacia mediodía. ¿Que si había
gente? A esa hora, por supuesto. ¿Un joven con sombrero de fieltro? Es muy
posible. Aunque yo no miro descaradamente a la gente. Me importa un pito ¿Una
especie de galón trenzado? ¿Alrededor del sombrero? Comprendo, una curiosidad
como otra cualquiera, pero, desde luego, no me fijo en eso. Un galón
trenzado... ¿y se habría peleado con otro señor? Cosas que pasan.
Y, además, ¿tendría que haberlo vuelto a ver otra vez una o dos horas más tarde?
¿Por qué no? Hay cosas aún más raras en la vida. Precisamente, recuerdo que mi
padre me contaba a menudo que...
Versos libres
El
autobús
lleno
el corazón
vacío
el cuello
largo
el cordón
trenzado
los pies
planos y aplanados
el sitio
vacío
y
el inesperado encuentro junto a la estación de mil luces apagadas
del corazón, del cuello, del cordón, de los pies,
del sitio vacío
y de un botón.
Amanerado
Eran
los aledaños de un julio meridiano. El sol reinaba con todo su esplendor sobre
el horizonte de múltiples ubres. El asfalto palpitaba dulcemente, exhalando ese
tierno aroma de alquitrán que origina en los cancerosos ideas a la par pueriles
y corrosivas sobre el origen de sus dolencias. Un autobús, de librea verde y
blanca, blasonado con una enigmática S, vino a recoger, junto al parque
Monceau, un pequeño pero agraciado lote de viajeros candidatos a los húmedos
confines de la disolución sudorípara. En la plataforma trasera de esta obra
maestra de la industria automovilística francesa contemporánea, donde se
amontonaban los transbordados como sardinas en lata, un pillastre que frisaba
la treintena y que llevaba, entre un cuello de una longitud cuasi serpentina y
un sombrero cercado por un cordoncillo, una cabeza tan sin gracia como plúmbea,
alzó la voz para lamentarse, con amargura no fingida y que parecía emanar de un
frasco de genciana, o de cualquier otro líquido de propiedades semejantes, de
un fenómeno consistente en empujones reiterados que, según él, tenían como
causante a un cousuario presente hic et nunc de la S. T. C. R. P. y le dio a su
lamento el tono agrio de un viejo vicario que se hace pellizcar el trasero en
un mingitorio y que, por excepción, no le apetece en absoluto tal delicadeza y
no entra por uvas. Pero, al descubrir un sitio libre, se lanza en pos de él.
Más tarde, cuando el sol había bajado ya algunos peldaños de la monumental
escalera de su parada celeste, y cuando de nuevo me hacía vehicular por otro
autobús de la misma línea, observé al mismo personaje descrito anteriormente
moviéndose en la plaza de Roma de forma peripatética en compañía de un
individuo eiusdem estofae que le daba, en esta plaza consagrada a la
circulación automovilística, consejos de una elegancia tal que no iba más allá
de un botón.
Filosófico
Sólo
las grandes ciudades pueden presentar a la espiritualidad fenomenológica las
esencialidades de las coincidencias temporales e improbabilísticas. El filósofo
que sube a veces en la inexistencialidad fútil y utilitaria de un autobús S
puede percibir en él con la lucidez de su ojo pineal las apariencias fugitivas
y decoloradas de una conciencia profana afligida por el largo cuello de la
vanidad y por la trenza sombreril de la ignorancia. Esta materia sin verdadera
entelequia se lanza a veces con el imperativo categórico de su impulso vital y
recriminatorio contra la irrealidad neoberkeleyana de un mecanismo corporal
inapesadumbrado de conciencia. Esta actitud moral arrastra al más incosciente
de los dos hacia una espacialidad vacía donde se descompone en sus átomos
elementales y ganchudos.
La indagación filosófica prosigue normalmente con el encuentro fortuito pero
anagógico del mismo ser acompañado de su réplica inesencial y costurera, la
cual le aconseja nouménicamente transponer al plano del intelecto el concepto
de abrigo situado sociológicamente demasiado bajo.
Modern Style
En
un ómnibus, una mañana, hacia mediodía, me fue dado asistir a la pequeña
tragicomedia siguiente. Un petimetre, aquejado de un largo cuello, y, cosa
extraña con un cordoncillo alrededor del bombín (moda que hace furor, pero que
yo repruebo), pretextando de pronto una gran prisa, interpeló a su vecino con
una arrogancia que disimulaba mal un carácter probablemente pusilánime y lo
acusó de pisotearle de forma sistemática sus escarpines de charol cada vez que
subían o bajaban damas o caballeros dirigiéndose a la puerta de Champerret.
Pero el gomoso no aguardó en absoluto una contestación que sin duda le hubiese
llevado al campo del honor y trepó raudo a la imperial donde le esperaba un sitio
libre, pues uno de los ocupantes de nuestro vehículo acababa de posar su pie
sobre el blando asfalto de la calzada de la plaza Pereire.
Dos horas más tarde, al encontrarme sobre la misma imperial, observé al
pisaverde del que os acabo de hablar, que parecía disfrutar sobremanera con la
conversación de un joven currutaco que le daba consejos superchic sobre la
forma de llevar la esclavina en sociedad.
Injurioso
Tras
una espera repugnante bajo un sol inaguantable, acabé subiendo en un autobús
inmundo infestado por una pandilla de imbéciles. El más imbécil de estos
imbéciles era un granuja con el gañote desmedido que exhibía un güito grotesco
con un cordón en lugar de cinta. Este chuleta se puso a gruñir porque un viejo
chocho le pisoteaba los pinreles con un furor senil; pero enseguida se arrugó
largándose a un sitio vado todavía húmedo del sudor de las nalgas de su
anterior ocupante.
Dos horas más tarde, qué mala pata, me tropiezo con el mismo imbécil que charra
con otro imbécil delante de ese asqueroso monumento llamado la estación de
Saint-Lazare. Parloteaban a propósito de un botón. Me digo: aunque se suba o se
baje el forúnculo, mona se quedará, el muy requeteimbécil.
Distingo
Por
la mañana (y no por Ana la maña) viajaba en la plataforma (pero no formaba en
la vieja plata) del autobús (no confundir con el alto obús), y como estaba
llena (no me como esta ballena) la masa chocaba (y no la más achochada).
Entonces un jovencito (y no cito un joven) extravagante (no vago estragante) se
dirigió (aunque no digirió) a un sujeto (pero no atado) pacífico (no Atlántico)
enojándose (no desojándose) porque éste (no Oeste) le pisaba el pie (no le
pispaba el bies).
Al cabo del rato (y no al rabo del gato) yo vi al tonto (no llovía a lo tonto)
en San Lázaro (no el de Tormes) conversando con un amigo (no amigando con un
converso) más meticuloso (mas no supositorio) en temas de indumento (y no mento
más té hindú).
(1)
Ediciones Catedra, S.A.,1999.