Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en
segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán
de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo
de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen
corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.
Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina
siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo
de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contra es
también una máquina (de otra especie, una Contax 1. 1.2) y a lo major puede ser
que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella-la mujer rubia-y las
nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Remington
se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que
tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno
de todos nosotros tiene que escribir, si es que todo esto va a ser contado. Mejor
que sea yo que estoy muerto, qu e estoy menos comprometido que el resto; yo que
no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme
(ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy
muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el
momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta
punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las
puntas cuando se quiere contar algo).
De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara
a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por
qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un
gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida
empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar
en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está
bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha
explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y
contar, porque al fin y al cabo nadie se averguenza de respirar o de
ponerse los zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando
dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto,
entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o
al médico. Ay,
doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta
del estómago.
Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la
escalera de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno
baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para
noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de
sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil
va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser
difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si
soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una
paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad.
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