En el fondo del patio está el ciruelo,
solitario,
hechizado en el surco de luz
que una vez le abrió al cielo.
Lo miro desde lejos
pero ya no puedo ver sus ramas.
Ellas se quedaron prendidas en lo alto,
cuidando de no tropezar con las nubes
ante el asombro callado de los pájaros.
Solo queda el hueco exacto
donde aprendí a contar las estaciones,
y el eco de su sombra
dibujando círculos en mi memoria.
© Annie Altamirano
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